En Los sorrentinos (Sigilo, 2018) no hay espacio para la solemnidad. Como en las mejores comedias italianas, todo se mezcla: la picardía, el amor, la traición y la muerte. Virginia Higa se basa en sus propios antepasados para narrar la historia de los Vespolini, una familia que, a principios del siglo XX, dejó su Sorrento natal para establecerse en Mar del Plata.
Fue en esa ciudad costera donde los Vespolini abrieron un hotel que luego se convertiría en la Trattoria Napolitana, un restaurante conocido por crear uno de los platos más famosos de Argentina: los sorrentinos.
El eje vertebral de la novela, Chiche Vespolini, es el hermano de quien se atribuye la invención de la receta. Marplatense pero descendiente de italianos, es un hombre temido, respetado y querido en partes iguales. Celoso del tesoro familiar, Chiche Vespolini es incorregible, pero también es inimputable.
Los sorrentinos expone los derroteros de la familia creadora del plato que revolucionó los paladares argentinos; una pasta nueva, hecha con una masa rellena “suave como una nube”. Si algún comensal despistado llegaba a preguntar si era lo mismo que un raviol, pero redondo, automáticamente era catalogado por los Vespolini como un “chinaso”.
Y es que el lugar que Virginia Higa le da al lenguaje es importante, porque aporta a la construcción de la identidad familiar. Nunca nadie explicó exactamente qué es ser un catrosho (un hombre homosexual), pero ningún Vespolini, jamás, pondría en duda lo que significa. La papoccia es una porquería y la mishadura (del genovés miscio, «pobre», palabra también usada en el lunfardo) es la mayor de las miserias. Con naturalidad, este lenguaje fluye en boca de los personajes.
Los sorrentinos propone una nueva forma de concebir el imaginario social de los inmigrantes italianos de principios de siglo. En este aspecto, Higa presenta a un personaje instruido, con gustos exquisitos: un viejo descendiente de italianos de primera generación, amante del buen cine y que no perdona el mal gusto; un nostálgico que evoca las épocas de prosperidad económica italiana.
Con su particular temperamento, Chiche gobierna la trattoria y, con ella, los rumbos de todo el clan. En mayor o menor medida, todos los Vespolini dependen del restaurante. Y es que la autora dibuja un complejo y bien dosificado mapa familiar en el que se trazan los destinos de hermanos, hermanas, cuñados y tíos políticos.
Con constantes referencias culturales, los escenarios de Los sorrentinos pueden visualizarse fácilmente por alguien que conozca la ciudad balnearia. La Trattoria Napolitana parece estar en la zona de La Perla, cerca de la costa, y sus paredes están cubiertas de fotos de ídolos populares: el papa Francisco, Maradona y Guillermo Vilas.
Su principal competencia es Montecarlini —evidente parodia de uno de los restaurantes más conocidos de Mar del Plata, cuyos dueños son italianos— que devino en un lugar más elegante, pero con menos corazón. A pesar de la rivalidad entre Montecarlini y la Trattoria, también hay una especie de buena fe expresada con gruñidos: cuando uno se queda sin pan, el otro, con muy pocas pulgas, le lleva el que le quedó. Todo es agridulce, todo es tragicómico.
Los sorrentinos encanta por lo grotesco. Sin prejuicios, Higa cuenta los vaivenes de una familia que es la suya propia, aunque podría echarse en falta tener la certeza de qué cuota de ficción incluye. Todo parece indicar que se trata de una historial real matizada con ficción, aunque solo nos queda suponer, porque Higa no lo corrobora ni lo desmiente.
En Los sorrentinos se suben los potes; se saturan los colores: las discusiones de sobremesa de la numerosa familia se escuchan. Con un pulso narrativo ágil y buena estructura, se ponen de manifiesto los temas intrínsecos a todas las familias: sexualidad, infidelidad, amor, desamor, muerte y negocios truncados.